jueves, 9 de enero de 2014

Disertación sobre mi palangana.





        Disertación sobre mi palangana

 De esto hace ya cuarenta años.
 Para mí era un ritual diario en los meses de julio y agosto allá en el pueblo toledano de Gamonal.
 No había agua corriente y, teníamos que acarrearla desde una fuente a las afueras del pueblo con un carrito hecho de chapa y las ruedas de una vieja moto familiar; en el cabían cuatro garrafas de 35 litros cada una hechas de plástico y con una tapa grande de rosca, con esta agua, bebíamos, cocinábamos y nos lavábamos; la ropa íbamos a lavarla a las pilas, eso eran excursiones, pero no divagues Antonio y céntrate en el tema.
 Todos los días a las diez de la mañana y, eso sí, después de haber hecho la digestión del desayuno, los hermanos de mi abuela, Alipio y Martín, y mi padre Antonio, uno detrás del otro, cogían el palanganero y lo ponían debajo del emparrado, cogían el espejo de la casa vieja -en Gamonal tenemos casa vieja con su troje en la que había para mí de todo con lo que montarme mis propias aventuras y sueños, cestos, serones, una trilla, aperos de la matanza, cántaros y su mayor secreto, los baúles, el de la abuela Justa de madera clara, alto y lleno de su ajuar de boda, su ropa y el traje de boda del abuelo Hipólito, muerto en un campo de concentración nazi, aunque esto mi abuela nunca lo supo y siempre estuvo esperando a que algún día apareciera por la puerta, eso es amor y cariño; otro baúl era de mis tíos y por último otro que había venido de Cuba, aunque sin dinero pero si con ropa y enseres varios, y acompañando todo estaba la palangana-.
 No era de porcelana, no era tampoco bonita, pero era nuestra palangana, metálica y con un lacado en blanco inmaculado y ribete azul marino en el borde.
 Los años habían hecho mella en ella, estaba desportillada por varios sitios, pero eso no tenía importancia para ellos y menos para mí un niño de siete años.
 Como decía la palangana estaba allí arriba en la troje y todos los días escaleras abajo era llenada de agua templada al  fuego  en la cocina y era colocada en el palanganero, iba acompañada de su barra de jabón de afeitar de un olor ácido, una brocha de pelo raído y una máquina de afeitar manual de una cuchilla de marca Gillette.
 Uno tras otro, siempre cambiando el agua por supuesto, se afeitaban y aseaban, y, yo allí ensimismado, viéndoles hacer esos movimientos que para mí eran hipnotizadores -ahora son odiosos y sí, yo me afeito con una maquinilla Gillette de cinco hojas cada cuatro días, por si se me corta la digestión, como cambian los tiempos-.
 Y así verano tras verano hasta que llego el agua corriente al pueblo y la palangana allí quedo aparcada, ya teníamos la casa nueva con su aseo completo y su espejo en el lavabo con su agua calentita.
 No hace mucho me acerque al pueblo y entré en la casa vieja, allí estaba el palanganero, la máquina de afeitar oxidada, la brocha ya pelada y una brizna de la barra de jabón, su olor ya no era ácido, era rancio y mi querida palangana allí arrinconada y llena de polvo, polvo de vida y de historia...
                                                      la melancolía echa arte